Día a día se apaga una vida,
una flor arrancada por manos
que un día juraron cuidarla.
De besos pasan a golpes,
de promesas a puños,
de caricias a silencios
que pesan más que la muerte.
La justicia, que debía ser escudo,
también les da la espalda;
sus lágrimas son cifras,
sus gritos, ecos que nadie escucha.
Mujer, naciste para brillar,
no para extinguirte en la furia
de un hombre que no sabe amar.
En cada “perdón”
se entierra una esperanza,
hasta que la muerte se disfraza de rutina
y apaga tu luz como vela en cuarto oscuro.
¿Dónde quedó la niña libre,
la joven sin cadenas?
Se perdió en el engaño
de palabras dulces con puñal oculto.
Cada día muere una flor,
y la tierra se llena de ausencias:
madres que ya no están,
hijos huérfanos de abrazos.
El feminicidio es pandemia sin cura,
crimen que el mundo observa de lejos
mientras hogares se quiebran
y la impunidad se viste de gala.
Eran mariposas
con las alas rotas,
y el silencio cómplice
no escuchó su último grito.
Pero siguen aquí,
vivas en la memoria,
en la voz de quienes aún luchan.
Porque no se mata a una mujer
sin asesinar el futuro,
ni se apaga una vida
sin manchar el alma del mundo.
Que sus nombres sean bandera,
sus historias, himnos,
y que jamás las recordemos como víctimas,
sino como mariposas sin alas
que aún vuelan en nuestra lucha.