Como la puerta estaba abierta, salió un momento a la vereda a respirar el aire de ese día tan bello. Nunca lo hacía solo, pero esa oportunidad no se debía desaprovechar.
Llegó hasta la esquina, y pudo ver en la pared el dibujo de una cara que no conocía, tal vez alguien nuevo en el barrio. Ya habría tiempo para conocerlo, pero por el momento se apresuró a dibujar su propia cara en esa pared, para que todos supieran que esa era la pared de SU casa, la esquina de SU barrio.
Caminó unos pasos más, hasta el cordón de la vereda. Escuchó con mucha atención, hasta que estuvo seguro que no se acercaba ningún auto. Entonces, se atrevió a cruzar esa calle marrón y gris que siempre lo hacía estornudar.
La vereda de enfrente estaba pintada con los colores de la primavera que ya estaba por llegar. Oyó el canto de miles de pájaros, algunos cercanos, algunos muy lejanos, que llenaban el aire de un trino monocorde y continuo.
Más adelante, vio a cientos de hombres y mujeres que habían llegado hasta allí desde muchos lugares, incluso muy distantes. Los árboles estaban cubiertos de tatuajes, algunos de los cuales ya conocía. Se animó a tallar su propia firma en un par de ellos.
De pronto, por encima de todas estas estampas, apareció en el cielo la enorme efigie de un pedazo de carne cocinándose. Tragó saliva, y comenzó a caminar rápidamente en su dirección, ignorando todo lo demás.
Cuando llegó, reconoció el lugar. Era una parrilla que ocupaba toda la esquina, a la que lo habían llevado una vez. Conocía al dueño, un señor amable y simpático, con un delantal decorado con humo y especias y carne caliente, que le había convidado algo de comer.
Pero esta vez se quedó mirando a los hombres que estaban sentados en las mesas de la vereda. Tenían ropas de colores exóticos, de lugares lejanos que no conocía. Le llamó la atención uno en particular, que tenía pintado un animal enorme y monstruoso. Se acercó para mirarlo de cerca, hasta que el hombre, tal vez molesto por la proximidad, lo apartó de un puntapié diciendo “Fuera carajo”
Asustado, corrió hasta salir de la parrilla, para encontrarse en una nueva vereda deslumbrante, llena de dibujos y pinturas, y con el cielo cubierto de nubes de distintos colores. Siguió caminando fascinado, hasta que llegó hasta la otra esquina.
Pero esta vez no se atrevió a cruzar la calle. Montones de autos estridentes, marrones oscuros, grises, y hasta negros, pasaban sin cesar.
Como los autos lo asustaban, siguió por la vereda bien pegado a la pared que, como el piso, estaban cubiertos de dibujos de colores chillones.
Gimió, con la creciente angustia de no saber dónde estaba ni como volver a casa. Así llegó hasta la otra esquina.
Sobre su cabeza había nubes con forma de caras de hombres y animales que pasaban indiferentes sin mirarlo. Alguien ladró de miedo; pero estaba lejos, no representaba una amenaza.
Se volvió, y pudo ver a lo lejos la carita de mamá, chiquita como un dibujito a lápiz. Pero fue sólo un momento; una ráfaga se la llevó.
De todos modos se puso a caminar rápidamente en esa dirección, sin cruzar la calle, con la esperanza de que volviera a aparecer. A medida que se acercaba, nuevas imágenes reconfortantes aparecían ante sus ojos: los zapatos de papá, el limonero del patio, el sillón del comedor.
Al fin, llegó hasta la esquina donde había comenzado su aventura. Todavía tenía los colores de la primavera.
Con mucha cautela, asegurándose de que no venía ningún auto, volvió a cruzar la calle marrón y gris. En la pared todavía estaba fresca su cara, que había dibujado minutos antes.
Ya más seguro de sí mismo, corrió hasta la puerta, que aún estaba abierta, y entró a su casa. Cuando vio a la mamá, se orinó de alegría, saltó sobre ella y la abrazó, parado en sus patitas traseras, mientras la lamía con amor infinito.
Recién entonces ella advirtió que la puerta de calle estaba entreabierta. La cerró de inmediato, mientras decía
– ¿Qué hace esta puerta abierta? No habrás salido a la calle vos, ¿no? ¡Cachorrito travieso!