El corazón latiente del abismo
Leonardo Gutiérrez Berdejo
Igual que el cielo que lo abriga, el mar es ancho y misterioso,
largo y profundo.
Reposa sereno,
como si contemplara en silencio salífero la tierra que lo abraza.
Pero su calma es apenas una apariencia: un disfraz,
una máscara tendida sobre un abismo de aguas inquietas y bulliciosas.
En la superficie, una quietud juvenil y coqueta se balancea con canto susurrante,
como si quisiera seducir a un enamorado que desee penetrar su lascivo cuerpo de agua.
Espectros de luces y sonidos danzan un ritual perpetuo,
mientras en las honduras se libran voluptuosas batallas interminables.
Desafiante en sus secretos, el mar es un portal al otro mundo, un viaje hacia lo desconocido.
Fuerzas poderosas y tormentas antiguas,
celosas de que se descubran sus maravillas —o su furia—,
se ocultan de la mirada humana.
Competencias inauditas temen ser vencidas,
secretos resguardados con pudor por santuarios inviolables,
praderas sumergidas, volcanes dormidos, corrientes traicioneras.
Tan ocultas son esas contiendas como inmensa es la calma que aparenta su piel.
A lo lejos —muy a lo lejos—, y por encima del agua,
saltan peces multicolores que se agigantan al palpar el aire
y se encogen al besar la ola que los reclama.
Jureles titánicos y dugongos idílicos irrumpen frenéticos: son los centinelas del mar,
heraldos que anuncian la llegada de intrusos a contemplar el baile de las sepias,
las luces y sombras del plancton, la inmensidad sagrada del arrecife.
Las corrientes submarinas, poderosas y veloces, transportan el mensaje:
alguien osa acercarse, alguien pretende violar sus íntimas reglas.
¡Qué vanidad!
Entonces el mar, celoso y exigente,
se apresura a purificarlos con serenos enjuagues,
inquieto de que el aire los haya manchado,
temeroso de una contaminación invisible.
Porque el mar no es solo agua: es un corazón latiente,
ancestral y sagrado,
palpita con la memoria del mundo.
Y pienso: qué extraño. A veces, yo también me siento así.
Siento ese mismo estremecimiento
cuando camino por calles saturadas de sombras y mugre,
repletas de maldad.
Algo en mí se revuelve.
Entonces corro a la ducha,
huyendo del contagio de la suciedad y la malevolencia que me rodean.
Siento, por un momento,
que el agua me devuelve la inocencia
que el polvo de la ciudad me ha arrebatado.