Lo dejó ir
Lo dejo ir.
No porque el amor muriera,
sino porque era un incendio
que ya no cabía en la respiración del mundo.
Lo amaba como se ama a un dios sin rostro,
como se reza a una herida
que aún sangra y aún bendice.
Retenerle
era querer encerrar un relámpago en la boca,
era beber cuchillos
y llamar agua a la herida.
Lo llevó hasta la orilla más antigua,
donde el amor no pide ni ofrece:
solo mira,
ciego,
como un monje que aprendió a callar la eternidad.
Allí le entregó su silencio,
un silencio poblado de cenizas,
de relojes quebrados que aún goteaban horas,
de códices abiertos en una lengua sin nombre.
Su alma pedía cielo.
Ella solo tenía tierra.
¿Y quién no abre la mano
cuando un halcón tiembla
como palabra atascada en la garganta?
Lo dejó ir.
No porque el amor se extinguiera,
sino porque entendió, de golpe,
que el amor no suplica,
el amor arde,
y arder también es dejar.
Lo dejó ir:
como cae un planeta exhausto
devorado por su órbita,
como se rompe un sueño
al filo del primer gallo.
Fue amor.
Y por eso lo dejó volar,
para que no muriera en su jaula,
para que ella muriera con él
en el vuelo—
y allí,
en esa combustión,
entendió que amar
es aprender a desaparecer
como las estrellas
cuando regresan a la oscuridad
que las engendró.
—L.T.