Grito en un silencio que me devora,
allí donde la sombra no perdona,
y mi pecho se rompe en espejos rotos
que devuelven recuerdos sin rostro.
La luz se fue como un ave herida,
dejando tras de sí un temblor de cenizas;
pero aún escucho su eco ardiendo,
golpeando mis venas como un martillo.
Camino entre ruinas de lo que fui,
cargando cicatrices que no cicatrizan.
Cada lágrima es un faro quebrado,
cada suspiro, un abismo que grita.
El tiempo se vuelve un verdugo mudo,
una cadena que arrastra mis pasos,
y en su arrullo oscuro me pregunto
si la esperanza no es solo un espejismo.
Las noches pesan como tumbas abiertas,
y sin embargo, entre tanta caída,
una chispa se niega a extinguirse,
una rebeldía arde en las cenizas.
Porque incluso en la derrota más honda
habita la semilla de un renacer;
y aunque la luz parezca perdida,
sus ecos siguen llamando en la piel.
Entonces comprendo: la claridad no muere,
solo cambia de morada en la memoria.
Vive en el temblor de lo que amamos,
en el dolor que nos obliga a sentir,
en esa fuerza invisible y secreta
que nos empuja a seguir respirando.
Y aunque el abismo intente devorarme,
y las sombras reclamen su reino,
cada eco de luz perdida me recuerda
que aún en la herida… todavía existo.