Yoleisy Saldana

Náufrago Del Destino.

Te vi ayer, detenido en la esquina,

silla y cobalto de tiempo,

esperando el cambio de la luz

como quien pide un milagro al cielo.

 

Vestías rojo —corazón a la intemperie—

y la ciudad te pasaba por los costados,

ruido de motores, prisa que no mira,

mientras tu mirada, cabizbaja, buscaba algo

entre las nubes rotas de la esperanza.

 

Habías sido pasos, quizás carreras,

saltos y piedras en el camino;

hoy eras memoria reposada,

un libro con páginas estrujadas por las manos del día.

Tus guerras se leían en el gesto:

alguna vencida, muchas talladas en silencio.

 

Nos cruzamos en el tiempo breve del semáforo.

Tus ojos evitaron mi mirada, o quizás quisiste protegerte;

mientras la mía te sostuvo, determinada, sin juicio,

como quien reconoce en otro la sombra y la luz.

 

Transeúnte del tiempo, contabas sin hablar

historias de resistencia: noches sin abrazo,

mañanas que se repiten como un eco duro,

la renuncia lenta al color que un día te vistió.

 

Allí, inmóvil en la acera, parecías un faro apagado,

un espejismo de lo que fuiste y aún eres:

un corazón que late entre los escombros,

una dignidad que no pide permiso para existir.

 

Y mientras las luces volvían a girar,

yo supe que había en ti un paisaje entero:

no solo la ausencia de lo que perdiste,

sino la herencia de las batallas que nadie ve.

 

Peatón de la vida, te dejé con mi mirada,

no con compasión fácil, sino con un pacto:

reconocerte humano en la multitud,

hacerte sentir visto cuando la ciudad olvida.