a Malú
Quién puede decir que de niño,
en el pecho se abriría un espacio
para que el corazón también
corriera.
Del primer exilio,
de las manos cálidas
de una madre,
uno comprende la distancia
y que el corredor de la escuela
es un pasaje demasiado largo.
Mis lágrimas no eran otra cosa
más que el berrinche
de la primera soledad,
lejos de casa.
Cinco minutos bastaron,
quizás fueron dos,
y me pescó, como un pez
solitario en un estanque.
Fueron sus ojos, quizás su alegría
sin motivo, que brillaba distinto
entre tantas risas.
Y mi exilio se volvió refugio:
una hoja limpia
donde mis lágrimas
se hicieron acuarelas.
Algo se inauguró en mi pecho,
en mi madera tierna;
entre lo blando que aprende
a ser fuerte,
se instaló una astilla encendida,
que dejaba fuego
y preparaba también
el cuenco de las cenizas.
Han pasado, digamos,
treinta y tantos calendarios.
La vida ha hecho lo suyo,
como siempre.
Y sin embargo,
pienso en ese pasillo,
en esos ojos como un astillero,
y confirmo sin dudar que aquello,
tan lejano y tierno,
fue el amor.
O al menos su primer borrador,
que es casi lo mismo.