JUSTO ALDÚ

EL SILENCIO COMO LENGUAJE O LA ELOCUENCIA DE LO AUSENTE. (ensayo breve)

Hay lenguajes que no necesitan diccionarios. El silencio, por ejemplo, no tiene gramática explícita, pero en su desnudez articula significados que a menudo superan la elocuencia del discurso, como en el amor. Quien calla no siempre está vacío: a veces su mutismo es un grito contenido, otras un refugio, un arma o un puente invisible. En tiempos donde la palabra abunda —en discursos políticos, en redes sociales, en la conversación trivial— el silencio se convierte en un signo extraño, perturbador, revelador.

 

Mahatma Gandhi, en su política de la no violencia, comprendió el poder del silencio. Su lucha no fue la del estruendo, sino la de la resistencia pacífica, donde cada acto de callar ante la agresión se volvía un espejo incómodo para el agresor. El silencio era disciplina interior: no responder con insulto ni con violencia significaba afirmar un mensaje aún más profundo que la réplica. Gandhi practicaba jornadas de silencio absoluto como forma de meditación, convencido de que en la pausa se aquieta la mente y se afila la voluntad. Para él, callar no era huir, sino confrontar de otro modo: mostrando que la fuerza verdadera no necesita ruido para ser firme.

 

En el terreno digital, el silencio también tiene múltiples máscaras. “Dejar en visto” es una de las nuevas formas de comunicar sin palabras. Quien recibe el doble check azul o la confirmación de lectura y no obtiene respuesta, no recibe vacío sino un mensaje ambiguo, a veces más doloroso que una contestación fría. Ese silencio puede significar rechazo, indiferencia, saturación, incluso poder: quien calla maneja el ritmo de la conversación. Así, en la era de la hiperconexión, el silencio se vuelve un signo de control. No obstante, también puede ser protección: rehusar a entrar en una espiral de violencia verbal, elegir el silencio para no encender más fuegos. En el fondo, el “visto” es el equivalente moderno a bajar la mirada o abandonar la sala: un gesto cargado de mensaje.

 

En la poesía, el silencio es un recurso esencial. El verso calla tanto como dice. Las pausas, los espacios en blanco, los puntos suspensivos y los silencios rítmicos se convierten en resonancias que prolongan la voz del poema más allá de la tinta. La ausencia de palabra permite que el lector complete lo que no se nombra: la sugerencia vale más que la descripción. En el haiku japonés, por ejemplo, el silencio es compañero inseparable de la imagen breve; en la poesía mística, el silencio es lo inefable, aquello que ningún lenguaje logra encerrar. El poema se sabe incompleto, y en ese hueco el silencio se convierte en lenguaje compartido entre autor y lector.

 

Lo común entre Gandhi, las redes sociales y la poesía es que el silencio no es pasividad. Es acción, estrategia, resistencia, invitación. Quien calla comunica, a veces más de lo que desearía. Y el receptor, ante ese vacío lleno, interpreta, imagina, sospecha. La clave está en el fondo: el silencio revela la tensión entre lo dicho y lo no dicho, entre lo que se expresa y lo que se guarda. Su potencia radica en que no se puede ignorar: todo silencio es leído.

En conclusión, el silencio como lenguaje es una paradoja fértil: un hablar sin palabras que revela tanto la interioridad del individuo como las dinámicas de poder en sociedad. Gandhi lo utilizó como arma espiritual; las redes lo han transformado en un gesto ambiguo de presencia y ausencia; la poesía lo celebra como espacio de revelación estética. Un buen poema toca más sentimientos que un diálogo. En el amor a veces las palabras sobran. En todos los casos, el silencio sigue siendo un espejo: muestra al otro sus propias expectativas, sus miedos y su deseo de escuchar lo que no se dice. Y en ese reflejo, quizás comprendemos que callar no siempre es perder la voz, sino aprender a escuchar lo que realmente importa, porque hoy día vivimos atrapados entre redes sociales y notificaciones con un impacto psicosocial enorme.