Hubo una niña que creció entre pasillos donde el aire pesaba,
y aprendió demasiado pronto
que el mundo no siempre devuelve lo que uno da.
Ella tenía una ilusión tan pura
que podía encender las lámparas más cansadas,
pero la ilusión es frágil,
como esos espejos antiguos que con el tiempo
se cubren de manchas imposibles de borrar.
Descubrió que las palabras no siempre son caricias:
a veces son cuchillos que no dejan sangre,
pero que cortan por dentro hasta hacer de la memoria
una casa deshabitada.
Y así aprendió a caminar con el alma hecha de cristales,
invisible para todos,
pero quebrándose en cada esquina de su historia.
En las noches, cuando nadie la miraba,
soñaba con dejar que el viento la deshiciera en polvo,
para no tener que juntar pedazos
que nunca encajaban del todo.
Y, sin embargo,
en sus ojos persistía una chispa,
un resplandor terco,
como si la inocencia se negara a desaparecer del todo.
Era la chispa de aquella niña que alguna vez creyó en las manos,
y que todavía, en lo más hondo de sus ruinas,
se aferra a la esperanza imposible
de que la vida pueda algún día
acariciarla sin romperla.
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