La vida es un tren que nunca se detiene,
silba en el amanecer con voz de destino.
En cada estación suben sonrisas,
bajan despedidas,
y en los asientos quedan ecos de historias,
risas que resuenan, lágrimas que se escapan.
Por la ventana corre el paisaje,
como los años que no saben esperar.
La infancia fue la primera parada,
un tren de juegos y secretos,
la juventud un rayo de sol en movimiento,
con sueños que se aferran al vagón.
El amor… un boleto que brilla en la mano,
a veces cálido, a veces incierto,
pero siempre lleno de promesas.
Algunos viajan a nuestro lado solo un tramo,
otros permanecen hasta casi el final,
dejando huellas invisibles
que el tiempo no puede borrar.
El tren sigue, incansable,
con su rumor de hierro y esperanza,
recordándonos que cada instante cuenta,
que cada paisaje, aunque fugaz, nos transforma.
Y aunque un día lleguemos a la última estación,
con la maleta llena de recuerdos y silencios,
el viaje habrá sido nuestro,
único e irrepetible,
y la memoria guardará para siempre
el silbido eterno que nos enseñó a avanzar.