La ciudad tenía un rumor de café que se pegaba a los tejados como un secreto que no quería irse; las plazas hablaban en voz baja y las farolas guardaban el recuerdo de los pasos que no volvieron. Yo llevaba en los bolsillos una colección de promesas rotas que tintineaban como monedas viejas, y la luna, cómplice, me tejía un mapa de luces para que no me perdiera.
Él vino con la sonrisa de quien promete un universo y se fue dejando solo un cuarto lleno de ventanas abiertas; cada una era una pregunta que no acertaba a responder. Aprendí a nombrar la ausencia con paciencia de costurera: cosí nombres a las heridas para que dejaran de sangrar en silencio.
Hoy la ciudad me mira con ojos nuevos; sus calles me devuelven una canción que no esperaba. Guardé tus recuerdos en una caja pequeña y, al cerrarla, comprendí que el silencio no siempre es abandono: a veces es un taller donde se reconstruyen los pedazos para que vuelvan a brillar.
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