MIGUEL CARLOS VILLAR

Truncados deseos

 

 

 

Truncados deseos

 

 

 

Nada más despegarme de las sábanas, me propuse despejar la mente. Olvidar, aunque fuera por un instante, esos sueños que desde hace días resucitan escenas tan horribles, tan gráficas, que convierten las noches en un desfile interminable de sombras y gritos. Sueños que amargan las ganas de disfrutar un día soleado, de dar un paseo por el bosque cercano a casa, en este otoño que, caprichoso, se resiste a vestir los árboles con su acostumbrado manto de colores cálidos.

Pero mis deseos quedaron truncados. El parte meteorológico anuncia una borrasca con vientos fuertes y lluvia intermitente, como si el clima mismo conspirara contra todo intento de belleza o sosiego. Desilusionado, apago la radio; dejo el periódico tan virgen como cayó en el buzón, incapaz de enfrentarme otra vez a esas imágenes, a esos titulares que gritan tragedias a sangre fría.

El desayuno fue apenas un acto mecánico, desprovisto de gusto o sentido. Un quehacer robótico. Intenté luego dibujar una de “mis mujeres”, parte de un ciclo que empecé hace ya bastante tiempo. Sin embargo, mis manos no respondieron: no logré dar forma a la figura voluptuosa que mi mente retenía con obsesiva claridad. La línea temblaba, el trazo se desvanecía, como si la angustia me invadiera incluso en los dominios del arte, donde alguna vez encontré consuelo.

Todos estos contratiempos —y otros más que ni me atrevo a poner de manifiesto por temor a dañar vuestra sensibilidad— me han empujado a escribir estas líneas. Tal vez, si tengo suerte, las leeréis hasta el final. Y si la suerte no me acompaña, al menos habré logrado —aunque sea por unos breves momentos— olvidar lo que ocurre a mi alrededor, lo que día a día se cuela por las rendijas del alma a través del periódico, la televisión o la radio. Esos horrores ajenos que uno termina sintiendo como propios.