Hay un vacío en el aire que respiro,
un silencio que grita tu nombre en la madrugada,
extraño el mapa de tu rostro entre mis manos,
la geografía tan familiar de tu piel,
la bendita brújula que guiaba mis días.
Extraño la canción de lo que éramos,
esa melodía imperfecta y tan nuestra,
que sonaba a café recién hecho,
a pertinaz lluvia contra la ventana,
a secretos susurrados en la penumbra.
Ahora solo habitan ecos sordos;
el fantasma de tu risa en esta habitación,
el hueco que dejó tu cuerpo en mi cama,
el perfume que se niega y se rebela a irse,
de la almohada donde apoyabas la cabeza.
Y recuerdo:
recuerdo el puerto de tu abrazo,
el refugio suave de tu voz,
el universo completo que encontrábamos,
en un simple cruce de miradas.
Eras el verso perfecto en mi poema inacabado,
la rima que daba sentido a todo el caos,
ahora, la página queda en blanco,
y yo, aprendiendo de nuevo a escribir,
con un alfabeto que olvidó tu nombre.
Pero el amor que se extraña,
no es el que se ha ido del todo;
es el que se queda, anclado en el pecho,
como un faro en la niebla,
recordándome que lo bello, aunque duela,
nunca verdaderamente se pierde.
Solo se transforma en memoria,
y en esta quietud, te encuentro:
en la canción que no puedo escuchar,
en el sabor que ya no prueba mi boca,
en el norte y el sur de mi silencio.
Te extraño con la certeza tranquila,
de quien atesora un fantasma,
y lo prefiere, mil veces,
a la ausencia de haberlo vivido.