LOURDES TARRATS

Abuela: memorias del amor y la locura

Abuela: memorias del amor y la locura

Mi abuela estaba loca. Era la versión femenina de don Alonso Quijano, el personaje principal de El Quijote de la Mancha, novela escrita por el gran Miguel de Cervantes Saavedra. Dicho de otra forma, mi pobre abuela —para bien o para mal— vivía en un mundo aparte, mentalmente inestable… o al menos, eso parecía.

Yo siempre creí, como lo creo ahora, que su locura era una forma de resistencia, una elección silenciosa para escapar la dura realidad de su vida: opresiva, decadente, sin consuelo. Como don Alonso, eligió huir hacia su propio delirio, despedirse de la razón y permitir que su mente reinventara el mundo a su antojo.

Y si ya he dicho que mi abuela estaba loca, ahora me toca contarles cómo se veía esa locura: digna de perdón, sin duda, si se consideran las heridas que la sostenían.

Me contaba cuentos. Muchos cuentos. Algunos eran obscenos y me los relataba con una naturalidad inquietante, sin vergüenza ni intención de ofender. Cuando hablaba de ángeles caídos, se entristecía y lloraba. Cuando narraba hazañas de héroes y heroínas, se transformaba: vivía sus gestas con frenesí, como si realmente hubiera estado allí, como si aún llevara polvo de esas batallas sobre su falda raída.

Mi abuela y yo nos adorábamos. Éramos como dos islas unidas por un puente invisible. Pasábamos horas enteras viviendo en los mundos que ella inventaba, cerrando la puerta al hambre, al frío, a la pobreza, al abuso de lo cual éramos víctimas. Nos encerrábamos en la fantasía, porque allí el dolor se volvía soportable y el cielo no tenía techo.

Una tarde, en uno de mis arrebatos de niña traviesa, le confesé que estaba enamorada.

—¡Niña! ¿Y de dónde sacaste eso? —dijo, entre asombro y risa—. ¡Apenas tienes seis años! A ver, siéntate aquí y dime, ¿quién es el galán?

—Pues… el hombre de acero que vive dentro de la tele. Se llama Superman, y yo lo amo. Es buen mozo, fuerte, y justo. Protege a los inocentes y castiga a los criminales, esos sinvergüenzas que andan por ahí sin respeto a nadie. Superman los agarra por los pelos y los lanza directo al calabozo. ¡Y ahí se quedan hasta que se mueren, los hijos de p...!

—¡Niña! —me interrumpió con una carcajada y un leve regaño—. Tienes corazón de diosa, pero lengua de marinero. A ver… dime ahora, ¿qué sabes tú del amor?

—Pues… no mucho. Sé que te amo a ti, y a Superman. Dime tú… ¿qué es el amor, abuelita?

Fue entonces cuando su rostro cambió.
Su cuerpo frágil y huesudo se encogió como un pergamino gastado,
y sus ojos —que tanto habían visto— buscaron en la sombra algo que dolía.

Comenzó a dar vueltas por la habitación, confundida, adolorida.
Yo le tomé la mano y sentí su temblor en la mía.

El amor... —susurró—
Cuando florece es ardiente, tierno, luminoso.
Dulce, embriagador, poderoso.
Fértil, encantador, magnético, íntimo, cálido, eterno.
Silencioso. Delicado.

Hizo una pausa. Cerró los ojos. Luego continuó, como si la voz saliera de un pozo hondo:

Pero cuando duele…
¡Oh, cuando duele!... es veneno.
Tóxico, posesivo, hiriente.
Confuso, sangrante, esclavizante.
Egoísta, cruel, suicida.
Traicionero.

A medida que pronunciaba las palabras, yo descendía con ella, sin quererlo, al abismo.
Caminó lentamente hacia el viejo sillón donde solía sentarse para contarme cuentos.
Se sentó, pálida.
Yo recosté mi cabeza en su falda y abracé su cintura frágil,
mientras ella seguía hablando, como en trance:

El amor… oh, el amor…

Lágrimas corrían por sus mejillas y caían sobre mi rostro.
El amor… traicionero. Inevitable. —dijo, apenas audible.
Y se quedó dormida, estaba cansada.

Aun dormida, sus lágrimas seguían brotando.
Y entonces supe —no por ella, sino por su silencio—
que hay penas que se entierran en el alma,
penas que no se pueden evitar.
Y cuando se les da rienda,
nos llevan directo a la locura… y a la fatalidad.

Y fue en su sueño —lleno de lágrimas— donde supe que el amor también deja huérfanos.

 Desde entonces, cuando alguien pronuncia la palabra “amor”, escucho su voz temblando en mi memoria.