La ciudad duerme bajo un manto oscuro,
y yo camino despacio, sintiendo
cada paso como un latido secreto
que nadie más escucha.
Las luces de las calles titilan,
como luciérnagas que olvidaron el campo,
pequeños soles que desafían la noche
y me muestran que incluso en la oscuridad
hay motivos para asombrarse.
Cada ventana encendida es un misterio,
un universo diminuto donde la vida sigue,
donde risas, susurros y silencios
crean historias que nunca conoceré.
El viento pasa entre los edificios,
susurra nombres, memorias, secretos,
y en ese murmullo descubro
que la madrugada es un puente
entre lo que fuimos y lo que soñamos ser.
Camino sin rumbo, y cada farol
parece invitarme a detenerme,
a mirar más allá de lo visible,
a escuchar los pensamientos que flotan
entre el humo de la chimenea
y el aroma lejano de café recién hecho.
En este instante suspendido,
la noche no pesa,
no asusta, no exige,
solo me enseña a respirar
el silencio profundo,
a encontrar belleza
en lo sencillo, en lo callado,
en las luces que titilan
como promesas que aún no se cumplen.
Luces de madrugada,
guías silenciosas de mi andar,
me recuerdan que la vida es un suspiro,
que los momentos más puros
no necesitan aplausos,
solo ser vistos y sentidos.
Y mientras camino,
siento que pertenezco a algo más grande,
que la madrugada y yo
compartimos un secreto antiguo:
que la belleza siempre está,
aunque pocos la miren.