kirkland

Sombra y fragmentos

Camino en un mundo que no perdona, donde los muros escuchan gritos que nadie recuerda, y las paredes se tiñen del eco de memorias rotas. Cada paso que doy resuena como un cristal que se quiebra, y el aire huele a hierro y a abandono. La carne duele, la piel recuerda, y el alma se pregunta por qué sigue latiendo cuando todo lo que amó fue arrancado, desintegrado, borrado.

Ser y no ser es la misma cárcel: una prisión de miradas vacías y silencios que gritan. El amor se convierte en filo que corta desde adentro, y cada gesto de ternura es un cadáver que espera en la penumbra. Los monstruos no llevan máscaras; algunos se esconden tras ojos humanos, tras voces suaves que prometen cuidado, mientras destruyen todo lo que toca su sombra.

Los recuerdos son cuchillas que se clavan en la memoria. Intento abrazar algo que no existe, sostener un instante que huye y se disuelve en la nada. La esperanza se convierte en ceniza, y aun así busco, aún así camino, como si mi cuerpo tuviera memoria de la luz que alguna vez lo tocó.

El dolor me enseña lo que es la fragilidad y lo que es la fuerza. Soy débil y fuerte a la vez; un niño y un monstruo conviviendo bajo la misma piel. La soledad me habla con su lengua de vidrio, y me recuerda que todo contacto es efímero, que los abrazos son sombras y que los besos se disuelven antes de que los pronuncie la realidad.

Quizá la redención es solo un mito, un espejismo que nos sostiene mientras la vida nos desgasta. La justicia es un concepto que los vivos inventan para consolar su miedo, y la inocencia es solo un lujo que pocos conocen antes de que el mundo la destroce. Sin embargo, la conciencia persiste, incluso cuando la carne grita y la mente se rompe. Persisto. Observo. Siento. Existo, aunque duela.

Y en medio de la tormenta, en la sangre y el silencio, en los gritos que nadie escucha, encuentro una chispa. Es débil, casi invisible, pero me recuerda que alguna vez fui entero, que la fragilidad también puede iluminar, y que aun entre la oscuridad más absoluta, existe la posibilidad de tocar algo que trascienda la carne y el miedo.

El mundo puede romperme, puede arrancarme todo, pero no puede arrancarme la conciencia de que existo, ni la memoria de que alguna vez sentí amor, ni la certeza de que mi sombra es tan real como mi nombre. Y así sigo, entre sangre y susurros, entre monstruos y recuerdos, buscando algo que quizás no tenga nombre, pero que sigue siendo mío, que sigue llamándome desde la penumbra y me recuerda que, incluso roto, sigo vivo.