Una vez, en medio del licor y la tristeza,
quise jurar que el amor era mentira.
Dije que ninguna valía la pena,
que todas dejaban cicatrices en la vida.
Pero el tiempo, con su voz serena,
me mostró que no era así.
Que en cada mujer que pasó por mi alma
hubo una enseñanza, un motivo, un respiro.
Amé a la que me dio ternura
y también a la que me dejó vacío;
quise olvidar a la que partió mis noches,
y aún recuerdo a la que encendió mi destino.
Mujeres… divinas, les digo de frente,
aunque alguna me haya herido con su despedida.
Porque al final, de cada una guardo
un perfume, un consejo, una herida bendita.
Hoy levanto mi voz sin rencor,
ni reproche, ni queja escondida:
si algo sé, es que sin ustedes,
la vida del hombre no sería vida.