Dani, el poeta, llevaba semanas caminando con el corazón roto.
No escribía, no hablaba, no soñaba.
Sus versos, esos que había parido con el alma,
habían sido traicionados, robados,
arrojados al mundo con un nombre que no era el suyo.
La noche era fría,
y en medio del silencio del viento,
se encontró con un hombre extraño,
cubierto por una capa oscura,
sentado sobre una roca vieja,
rodeado de hojas secas.
Tenía los ojos cansados y la voz grave.
—Te esperaba, poeta —dijo el desconocido, sin mirarlo.
Dani lo observó sorprendido.
—¿Quién eres? —preguntó con un hilo de voz.
—Soy el Poeta de la Soledad —respondió—.
El que escribe para las almas rotas.
El que conoce cada herida,
porque alguna vez también fui traicionado.
Dani sintió un nudo en la garganta.
Quiso hablar, pero el dolor lo ahogaba.
Entonces, el Poeta de la Soledad se levantó,
se acercó y le susurró:
—Escucha, Dani…
Cuando te roban los versos,
no te roban tu poesía.
Te arrebatan las palabras,
pero no el fuego que las creó.
Ese fuego vive en ti.
Y mientras exista,
ninguna traición podrá silenciarte.
Entonces, Dani bajó la mirada,
y una lágrima cayó sobre la tierra.
Por primera vez en semanas,
sintió que su alma respiraba.
Sacó su cuaderno,
tomó la pluma,
y escribió, con rabia y esperanza:
“Me traicionaron…
pero no mataron mi voz.
Pueden robar mis versos,
pero jamás tocarán mi alma.”
El Poeta de la Soledad sonrió.
—Ahora lo entiendes… —susurró—.
La verdadera poesía nace del dolor.
Sigue escribiendo, Dani.
Que tu herida sea tu venganza.
Esa noche, bajo un cielo sin luna,
dos poetas caminaron juntos,
y uno de ellos,
Dani,
renació entre cenizas.