Preguntó el por qué no me quedé.
Del por qué la manía de huir de usted muchas veces.
Lo cierto es que, mientras crecía y veía cómo mi madre entraba cada día por la misma puerta, agotada de llorarle a la ausencia del padre de mis hermanas, a los gritos de mi padre y a la huida del padre de mi hermano,
haberla visto hacer estallar botellas en sus manos por no tener el poder de retenerlos, yo solo pensaba: ¿qué tienen de mágico esos hombres?, nada.
Me agobiaba tanto verla triste que solo pedía a ese Dios que no sé si escucha o solo pedía a la nada, que ella estuviera alegre; porque cuando ella estaba contenta, la casa se perfumaba de un olor sereno, había comida en la mesa a una hora sensata y el piso relucía de limpieza que me permitía patinar en calcetas, y reíamos: ella, mis hermanas, mi hermano y yo.
Y ella, la ella en sí, entraba por la misma puerta por donde salía por las mañanas, con un premio, un diploma, un aumento en su trabajo o con un trabajo mejor que el anterior. Era entonces cuando yo sí quería ser como ella.
Cuando preguntó por qué siempre huía de usted como si fuera a matarme,
fue porque, no sé cómo, un día, sin siquiera notarlo, fui transfigurándome lenta, pero paulatinamente, en esa madre como la que nunca quise ser, y siempre me incliné a preguntarme por qué muchas cosas y, mire que, sin querer, en efecto, sí superé la expectativa.
El primer hombre nunca se fue de mi vida; permanecía como una sombra incomodando mis progresos.
El otro me dio tantos golpes duros que no se curaron nunca, ni siquiera con ungüento. Entonces, comencé a huir de cualquiera que sonriera ameno.
Las amabilidades sin motivo me daban mala entraña, y los pequeños detalles se me asemejaban a dobles intenciones.
Y no falta el pueblo que arde en llamas y dice, y les dice a todos, todo lo que una no es.
Hasta que llega el punto en que se les da lo que quieren, y para no contradecirles, se les dice: “bueno, está bien, no contradigo, así soy, es más, soy peor”. Aunque eso solo sea algo entre ese Dios invisible, mi conciencia y yo.
Por eso, los lugares espaciosos y la gente no son mi fuerte. Y, de alguna forma, me persiguen como plaga en campo llano y verde.
Entonces…
Comencé a sospechar de cualquiera que apareciera fuera de mi casa con flores y jazmines.
Los vacíos en mi mente fueron viles.
Cuando preguntó por qué siempre he salido huyendo y yo no dije nada, siempre quise explicarle todo esto, pero pensé que solo quería escuchar algo que lo involucrara a usted y no a otros.
No quería caer en la superficialidad de mis problemas y mis trastornos, de ese pequeño espacio en mi cabeza que no le cuento a nadie desde pequeña y que, con quien una vez lo compartí, ya tiene más de un mes de haberse mudado de planeta, ya no habita en esta tierra incierta y desconsoladora.
Pensé que era tedioso tener que contarle la cronología de males pertenecientes a un torcido árbol genealógico y patrones que nunca supe comprender.
El por qué siempre tengo la manía de no querer entender al otro para no comprender por qué tendría que quedarme si, al final, o se van o insisten tanto en quedarse que me hacen querer salir huyendo.
Pero, de alguna manera, de una forma ininteligible, había algo que lo caracterizaba: usted no daba golpes, usted no hería ni decía dimes y diretes, y no perseguía hasta agotarme. Usted tenía algo que me tentaba a quedarme.
Pero yo nací para decir adioses y poseer cosas fugaces. Y el no retener me lo han inculcado desde pequeña hasta el cansancio: solo se mantiene aquello que quiere permanecer; forzarlo a quedarse es encarcelar a un personaje, y me gustan más las aves libres que enjauladas.
Así crió mi abuelo a las aves de la casa: “que vengan por comida cuando quieran”, decía.
Así es como yo sé que las aves y las personas tienen cierta similitud: no pueden vivir en cautiverio, es un morir lento.
Y yo, yo quiero que usted permanezca eterno y auténtico.