kirkland

EVANGELION (El peso del infinito)

Caminas por los corredores vacíos de tu propio ser, Shinji, y cada paso resuena como un eco de lo que nunca quisiste ser. Las paredes, blancas y frías, se inclinan sobre ti como si fueran tus propios pensamientos, densos, cortantes, imposibles de ignorar. En tus manos sostienes un peso que no pediste, un cuerpo de metal y carne que grita más allá de tus oídos, y dentro de su pecho retumba la pulsación de un mundo que no te comprende, que no se detiene para explicarte por qué duele existir.

Los ángeles caen como memorias que no puedes ordenar, uno tras otro, reflejando en su luz cada miedo que guardas bajo la piel. Te preguntas si ellos saben de tu soledad, si conocen la fragilidad de tu carne frente a la eternidad, o si son solo fragmentos de tu conciencia, proyectando tus culpas en forma de monstruos que no esperan misericordia. Cada combate es un espejo: miras y no reconoces al niño que alguna vez se permitió soñar. Te has convertido en la espada y la carne, en el portador de un destino que parece dibujarse sin tu consentimiento.

A veces Kaworu aparece en tus pensamientos como un susurro, como un abismo que te invita a cruzar sin mirar atrás. Su voz es calma, pero sus ojos contienen universos que tú no sabes sostener. Quieres comprenderlo, pero comprendes solo tu incapacidad de ser completo, de unir lo que se rompe a cada instante dentro de ti. Y Rei, silenciosa, distante, espejo de lo que eres y de lo que temes ser: humana y no humana, presente y olvidada, amor que no puedes abrazar porque su forma no se adapta a tus manos temblorosas.

El mundo se agrieta a tu alrededor y dentro de ti. Cada Ángel derrotado deja un vacío, y cada victoria no consuela, solo confirma que tu vida es un hilo tirante entre la obediencia y el deseo de desaparecer. Gendo, distante y rígido, proyecta la necesidad de control, pero ¿qué control puede ofrecer alguien que ha sacrificado lo humano por lo calculable? Lo entiendes y lo rechazas, pero lo repites: en tu miedo a perder, aprendes a aislarte, a resistir lo que no puedes cambiar.

Y luego, cuando el silencio cae más pesado que cualquier explosión de AT Field, sientes el universo mirándote desde dentro, desde los átomos que forman tu sangre y tus pensamientos. Todo se mezcla: dolor y deseo, amor y traición, memoria y olvido. No hay línea clara entre lo que eres y lo que los otros esperan que seas. Cada lágrima que cae es un océano que nadie puede cruzar contigo; cada abrazo que rechazas es un grito que la tierra traga, mientras tú te preguntas si alguna vez merecerás no temer.

El final parece cercano y lejano al mismo tiempo, como si todo el tiempo estuviera destinado a colapsar sobre ti. Y aun así, dentro de esa devastación, un hilo de posibilidad: un instante donde podrías extender la mano y tocar a alguien sin miedo, donde el dolor no sea una condena sino un signo de que aún estás vivo. Quizá entonces comprenderás que los ángeles no son enemigos, que los otros no son fantasmas, y que tú, por más fragmentado que estés, eres capaz de mirar el mundo y decir: “Estoy aquí, aunque tiemble”.

Porque ser humano, Shinji, es sentir que todo se rompe, y aun así sostenerlo. Es entender que el dolor no desaparece, pero que la vida, incluso cuando duele más que cualquier Ángel, sigue exigiendo ser vivida, en su agonía, en su belleza, en su perpetua contradicción.