No hay procedimientos,
no hay recetas,
no hay momentos definidos
para escribir una poesía.
Un río profundo circula por las arterías,
va inundando de imágenes
lo que el cerebro va decodificando,
dejando en claro, que la realidad
aparece y desaparece,
de un instante a otro.
Un hormigueo en la sien
despierta un golpe de sentimientos
que se apodera del ordenador
y las letras se hilan automáticamente
dejando un tapiz de estilos y mensajes
que el tiempo se encarga en descifrar.
Son originales notas
que suben el cerro de la creatividad,
hasta la imaginación, racional y visceral…
Luego los versos
bajan en caída libre,
fundando lo inasible
de una metáfora impensada,
que nace sin aliento,
y, la mayoría de las veces,
sin futuro.