Te deseo lo mejor…
lo digo con la voz quebrada,
con el corazón ardiendo en cenizas,
como quien se arranca de raíz
al último recuerdo.
No es bendición,
ni buenos deseos,
es un grito disfrazado de despedida,
es mi manera de escupir tu nombre
y cerrar de una vez por todas
la herida que dejaste abierta.
Que te ame…
mucho más de lo que yo te amé,
que soporte lo insoportable,
que se trague las mentiras
como yo me tragué las tuyas,
que crea en tus promesas huecas,
que te adore ciegamente
mientras tú lo desgastas poco a poco
con tu manera torcida de amar.
Si quieres,
pásame su número,
y yo mismo le llamo.
Le enseño cómo tocarte
sin sentir nada,
cómo perderse en tu piel
y creer que ahí habita el paraíso.
Le explico paso a paso
cómo acariciarte las cicatrices
hasta que parezcan alas,
cómo besar tu cuello
hasta que jures que es amor
y no costumbre.
Déjame,
si quieres,
ser su maestro,
que al cabo yo sé cada rincón de tu cuerpo,
cada truco de tu juego,
cada mentira envuelta en caricias.
Le diré que se prepare,
porque contigo no se ama…
se sobrevive.
Y mientras tanto,
yo me arranco de tus redes,
te borro de mis manos,
de mi teléfono,
de mis noches largas.
No quiero buscarte,
no quiero caer en la miseria de llamarte
cuando el orgullo se me doble,
cuando la soledad me apriete el pecho.
Prefiero que sean las calles,
que sean las voces ajenas,
las que me digan de ti:
si ríes, si lloras,
si caíste otra vez en tu propio veneno.
Que me cuenten si él aún te sigue,
si todavía cree que eres un ángel,
o si ya descubrió que tus alas
solo eran cadenas.
Y aun así,
con los labios temblando,
con los ojos húmedos de rabia,
te deseo lo mejor.
Sí… que te amen más que yo,
que te aguanten más que yo,
que sufran más que yo.
Porque sé,
aunque me queme admitirlo,
que nadie,
absolutamente nadie,
podrá amarte tanto como yo lo hice.
Ese es mi desahogo,
esa es mi condena,
ese es mi último regalo:
desearte lo mejor,
cuando en realidad
lo único que mereces…
es que alguien te quiera menos que yo.