Ayer fui al médico —fuera preo
cupaciones en aquellos que me
quieren——es ficción—.
Como decía, ayer, día siete de
septiembre fui al especialista
del corazón —elegí ese día como
homenaje a Mecano, a su canción,
mi canción—, y me dijo siéntate
y relájate —no me relajé—.
Cuéntame, me dijo con voz melo
diosa, hasta sensual diría —era un
chico joven——no me gustan los chi
cos, al menos de momento jaja—, y
ya seguro de mi sosiego me preguntó
cuéntame qué te pasa, y yo, todavía
con un tick en el labio de abajo le dije
que sentía como algo roto, no sé en
dónde exactamente, no sé si la aorta
al entrar entra con brusquedad en el
miocardio y me hace una rozadura o
es que se me está anunciando un infar
to, y Dios, o aquello que fuese, me de
cía como telepáticamente, o somática
mente, que pusiese un último remedio,
uno de urgencia, antes del amenazan
te diluvio interno que parecía sobrevenir.
Después de extenderme sobre el pecho
todo el aparataje eléctrico que procede
en estos casos y poner caras enunciativas
según las impresiones que iba recibiendo,
me puso de pie, me dio un beso en una de
las mejillas, y me dijo que me amaba.
No di crédito, pero pude recomponerme.
Miré al suelo muerto o casi muerto porque,
de repente, la aurícula izquierda, la que re
cibe el caño de la aorta, reventó hasta con
ruido, y salió despedida por la boca hasta
estamparse sobre el blanco de la pared de
enfrente.
Joaquín —que así se llama él, mi amor—
me tomó en sus brazos y me precipitó
contra la camilla libre e inmaculada que
espera siempre en el quirófano a alguien
que la habite, que la caliente.
Esa reacción de él, esa demostración pal
pable, irrefutable, palmaria, apodíctica
de amor me conquistó de por vida y me
devolvió la vida, la fe en mí, la creencia
incuestionable de que poseo, poseemos,
un poder allende los mares de lo conocido.
Vivo con él, todavía, ya viejo, y en breve,
espero, moriré feliz, en sus brazos, como
es el único sueño que me queda por cumplir.