Caen las hojas como besos muertos,
como pájaros que no encontraron regreso.
Se derrumba este amor en mis manos,
un racimo de fuego apagado en la ceniza.
El otoño vino con su boca de humo,
con sus ojos amarillos de distancia,
y dejó en mi pecho una raíz de tristeza,
un río detenido,
un silencio que pesa como piedra en la sangre.
¿Dónde estás, amor?
El viento golpea mi rostro con tu ausencia,
el huerto donde crecían tus manos es polvo,
y la plegaria que guardé para ti
se deshizo en mi garganta sin pronunciar tu nombre.
El otoño es un incendio inmóvil,
pinta de oro los muros del mundo,
pero mi corazón es un tronco marchito,
un fruto caído que nadie recoge,
un animal herido que no sabe morir.
¿En qué rincón del invierno
se perdió tu voz ardiente?
¿Quién congeló la lámpara de tu mirada?
¿Dónde está la cama encendida
que devoraba la noche con nuestro aliento?
Amor, mi pecho es un campo arrasado,
mi boca te llama y no responde nadie.
Solo quedan cenizas que muerden,
sólo queda la soledad vestida de hojas secas.
Y sin embargo te nombro,
te nombro como quien sangra,
como quien escribe sobre la piel herida,
como quien abre los ojos en la oscuridad
y aún espera la luz.