Nadie apostaba a que volvería de entre los muertos.
Ellos creen que todo quedó atrás,
pero no saben que la partida apenas comienza.
Siempre jugué el papel del bueno.
Silencioso, obediente, débil,
al menos así parecía en la mesa.
Ellos reían, convencidos de que soportaba cada golpe porque no tenía otra opción.
Yo, en silencio, contaba cartas.
Cada palabra, cada traición, cada mentira… todo registrado, todo calculado.
Cuando llegó el momento, hice mi jugada.
Coloqué mi carta sobre la mesa, no para ganar dinero,
sino para exponerlos.
Sus mentiras eran tan predecibles que daban pena;
sus farsas, trucos baratos para mentes baratas.
Pero cometieron un error imperdonable:
se atrevieron a jugar con fuego.
Ahora les toca pagar.
Tirarán a la basura sus papeles de “buenos para nada”,
se arrodillarán si quieren,
pero las disculpas ya no valen nada.
Esta vez no pierdo yo.
Esta vez,
mi carta de póker les cierra la partida.