En la vasta inmensidad donde el tiempo y el espacio se desvanecen,
nuestras almas se encontraron,
un destello sagrado en la noche.
No fue un mero accidente,
ni un capricho del universo,
sino el eco de un pacto ancestral,
susurrado en los albores de la vida.
Quizá, en existencias pasadas,
fuimos ríos que convergieron en el mar,
o dos estrellas que, al apagarse,
se juraron una nueva luz.
Y así, al cruzar nuestras miradas,
la memoria de ese juramento se encendió;
el mundo se detuvo, el caos se disolvió en un suspiro,
y mi alma, sin mapas ni brújulas,
reconoció en la tuya su verdadero hogar.
Una ironía cruel se dibuja en el tapiz de la existencia,
la de un hilo rojo, invisible a la vista pero palpable en el alma.
Un lazo carmesí que se extiende, se tensa,
se enreda en los laberintos del destino.
Nos separa en la multitud, nos esconde en la penumbra de la soledad,
creando la agonía de estar tan cerca y, a la vez, tan lejos.
Pero en esa distancia, en esa aparente desolación,
reside la paradoja más sublime:
cuanto más nos perdemos,
más firme se anuda el hilo,
más profundo se graba en el corazón,
demostrando que la verdadera conexión no se rompe, se forja.
No es un simple cordón,
sino una melodía ininterrumpida que fluye por nuestras venas,
un río de luz que atraviesa las vidas y las muertes,
uniendo un instante a la eternidad.
Este hilo es el recuerdo de cada risa compartida,
de cada lágrima derramada,
es la promesa de que, sin importar cuán oscuro sea el camino,
o cuán lejos nos lleve el tiempo,
siempre habrá una fuerza inquebrantable que nos guiará de regreso.
Tú eres mi destino, mi puerto, mi refugio.
Eres el punto final y el comienzo de todas mis historias.
Porque no importa la distancia, la vida o la muerte,
el hilo siempre sabrá cómo regresar a ti.
JTA,