La Ortografía —y me atrevo
a escribirlo en mayestático—
es muy importante, crucial,
en cualquiera de nuestras vi
das —si alguien difiere, que me
mande un privado—.
La manera de escribir una pa
labra, la tipografía y el color
de cada vocablo es de una de
cisividad fuera de toda duda.
No hace mucho, un escribidor
de tantos que pululamos en lo
virtual, expuso, no creo que a
drede, la a del verbo haber tal
si fuera una a menor, una pre
posición, más modesta, más ha
bitante de un barrio como de las
afueras de una gran ciudad, don
de se hacinaran las pequeñas al
mas —no por el peso sino por la
calidad de sus telas—, y me dolió
la vista, la mirada, tanto que tuve,
al salir del trabajo, que llamar a mi
médico de cabecera y suplicarle cita
para que me testase la agudez de mi
ojo derecho, ese que siempre, desde pú
ber, tenía un alcance que ya quisiera
para sí un águila perdicera.
Al sentarme en una suerte de potro
de tortura y hacerme encajar los ojos,
ambos dos, en unos anteojos regla
dos con numeritos, durante la eterni
dad de dos minutos, vio como el crista
lino —siempre de una reluciente trans
parencia, como lustrado a diario con
cristasol—, había claudicado en un pega
joso líquido azulado, mar embravecido
de repente, roto ante una realidad tan
veraz y emergente: la falta de ortografía.
El doctor, con la confianza que solo con
ceden los años de examen y la conversa
ción mientras cada consulta, me miró ató
nito, como sin dar crédito a tal portento,
y, de un manotazo, retiró el abstruso mi
croscopio que tenía delante de mí y me a
rrastró hasta la primera sala de cirugía
que halló libre y sola.
Me cambió en un santiamén una pieza
por otra, un cristal por otro nuevo, cual
si fuera un vulgar utilitario, y ahora, por
fin, veo el mundo, todo lo que me rodea,
de un rosa pálido, de un rosa Tiépolo que
me apasiona.