Jugaron a una encerrona
con final imprevisible.
Invitado y anfitriona
pusieron sobre la mesa
sus cartas y la promesa
de desestimar la oferta
que les hiciera el pudor
sobre una cama desierta.
Era misión imposible
que ambos salieran ilesos:
fueron demasiados besos
tras el postre y el licor.
Y no salieron indemnes
de la liturgia solemne
de desnudarse a suspiros.
Apostaron por coserse
sus pieles con esos hilos
que atan solo con verse.
Con el colchón de escenario
y la habitación de luto,
pagaron tanto tributo
a sus deseos primarios,
que no quedó ni un minuto
al periodo refractario.
Y perdieron la cabeza
con pasión, nocturnidad,
chupitos y fantasías.
Cuando el sol hizo limpieza
del polvo y la oscuridad,
ninguno se conocía
y la saliva tenía
el sabor a soledad
dejado tras la cerveza
que tienen los buenos días
con resaca que bosteza.
Era pronto todavía
para el infierno que arde
y ya demasiado tarde
para el cielo que querían.