Se encienden cuerpos de fuego,
un resplandor los devora,
la piel se alza y se implora
en el vértigo del ruego.
Cada jadeo es un juego,
un idioma sin fronteras,
donde las bocas sinceras
se arrastran sin compasión,
y late en cada emoción
la lujuria en sus hogueras.
Los labios se reconocen,
son llamas que se desatan,
y en sus lenguas se retratan
los secretos que no gocen.
Los suspiros se desbrocen
como plegarias de abismo,
y en un temblor sin bautismo
los pechos rozan el suelo,
mientras el aire del cielo
les confiesa su erotismo.
Las manos son navegantes,
descubriendo piel prohibida,
y la caricia encendida
se convierte en delirantes.
Los cuerpos, dos consonantes
que escriben versos sin nombre,
y al entregarse en el hombre
la mujer tiembla en su altar,
donde la carne al besar
se hace poema en la lumbre.
Se alzan gemidos ocultos
como aves desesperadas,
y las espaldas marcadas
son testigos de los cultos.
Los amantes, absolutos,
sin conciencia ni razones,
tejen crueles bendiciones
con saliva y con sudor,
y del pecado y su ardor
nacen nuevas confesiones.
Cuando el final se avecina
estalla el pulso en tormenta,
y el deseo se reinventa
como furia clandestina.
Ella en su rostro adivina
la eternidad de un instante,
y él, devoto delirante,
se entrega sin redención,
pues hacen del corazón
un volcán incandescente.