Me deslizo en los días
como un pasajero dormido,
viendo pasar los paisajes
que nunca toco.
Las horas me arrullan,
me llevan como cables invisibles
por un camino que no elijo.
Todo parece moverse
y, sin embargo, nada cambia.
Soy una sombra multiplicada
en el vidrio de la ciudad,
un reflejo que bosteza
mientras la vida sigue sin mí.
Y en el hueco del pecho
late una pregunta muda:
¿qué se siente romper la piel de lo cotidiano
y, por fin, respirar distinto?
Pero el aire llega tarde,
la esperanza se filtra
como gotas en un tren oxidado.
Y yo, quieto,
me acostumbro a caer despacio,
a vivir en la espera,
en ese instante en que todo
parece a punto de suceder
y nunca sucede.