Annabeth de León

Seiya de Pegaso, Caballero del Amor (feat. Kirkland)

Seiya de Pegaso– Caballero del Amor–


Pegaso ruge, rompe el velo, 
nació del polvo, tocó el cielo. 
Su alma arde sin temor, 
su cuerpo sangra por amor.

II 
No fue elegido por fortuna, 
sino por fe, por luz, por luna. 
Cada caída fue altar nuevo, 
cada combate, un salto al fuego.

III 
Su infancia fue dolor y exilio, 
su corazón, puro delirio. 
No hay cadena que lo ate, 
ni sombra que lo desbarate.

IV 
Cuando el cosmos lo atraviesa, 
despierta estrellas con firmeza. 
Su puño vibra como ley, 
su voluntad es firme como un rey.


Pegaso vuela sin descanso, 
rompe el destino con su lanzo. 
No busca gloria ni poder, 
sólo el derecho de creer.

VI 
Bello inmortal entre los mortales, 
y vuelve siempre, sin rivales. 
Porque su llama no obedece, 
su alma lucha y permanece.

VII 
Sus compañeros son su escudo, 
su fe en ellos, lazo rudo,
Shun, Hyoga, Shiryu, Ikki, 
son constelaciones que lo erigen.

VIII 
Seiya, guerrero consagrado, 
tu nombre es fuego revelado. 
El universo canta en ti, 
y tu legado no tiene fin.


*Annabeth Aparicio de León*
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El cometa de Atena


Amar a Saori era un crimen contra el cielo. Lo sabía, y aun así lo sentía en cada rincón de su piel como un fuego imposible de extinguir. No era solo la diosa, no era solo Atenea: era la mujer que habitaba detrás de los templos, la que miraba con ojos humanos mientras cargaba el peso de una eternidad divina. Y yo, guerrero sin nombre, estaba condenado a desearla en silencio.
Desde que la vi, supe que nada en el Olimpo, ni los rayos de Zeus ni los mares de Poseidón, podrían arrancarme esa certeza: yo la amaba más allá del destino. Y en esa pasión estaba dispuesto a incendiar los cielos mismos. Si los dioses me señalaban, los desafiaría. Si los titanes despertaban, los abatiría. Si el mismo Hades reclamaba su vida, yo bajaría a su reino oscuro, rompería cadenas y desgarraría sombras hasta verla sonreír otra vez.
Ella nunca me permitió el descaro de un beso, pero en la sutileza de sus miradas había promesas que solo nosotros dos entendíamos. El coqueteo era un misterio guardado en los pliegues del cosmos: un roce breve, un silencio prolongado, una sonrisa contenida que se apagaba antes de encenderse. Nadie debía saberlo, porque los dioses no perdonan cuando un mortal ama a una diosa.
Cada vez que alzaba su báculo, yo veía la esfinge en sus manos y pensaba que así de cerca estaba mi destino: a un enigma que me devoraba. Yo era el guardián que debía protegerla, pero en lo más íntimo era también el hombre dispuesto a perderlo todo por una caricia suya.
Fui su espada oculta, su escudo anónimo, su cometa errante. Cuando la oscuridad de Hades quiso tragársela, yo rompí los cielos y bajé al abismo para traerla de vuelta, aunque la eternidad se partiera conmigo. Cuando los Olímpicos amenazaron con sus tronos, los desafié en silencio, sabiendo que mi amor era más fuerte que su ira.
Nunca hubo templo donde estuviéramos solos, pero en cada batalla se escribía nuestra confesión. Y en el instante en que mi sangre caía sobre la tierra, en cada herida que me dejaban los dioses, yo escuchaba su voz como un canto secreto: “No me dejes”. Y no la dejé. Ni la dejaré jamás.
Porque Saori no fue solo Atenea. Fue la mujer que me enseñó que incluso un dios puede temblar bajo la fuerza de un amor prohibido.
Y yo… yo fui el cometa que se escapó del Hades, del Olimpo y del mismo cielo, solo para arder en un universo donde únicamente existía ella.

*Nayadeni (Kirkland)*

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