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El guerrero de Asgard(Siegfried )

Siegfried nació entre glaciares, bajo un cielo que jamás conoció la clemencia. El viento del norte le forjó la piel, el acero le hizo alma y el deber lo convirtió en leyenda. Era el guerrero divino más fuerte de Asgard, invencible como el dragón que ardía en su sangre, y sin embargo, por encima de toda gloria y victoria, su corazón pertenecía a una sola dueña: su reina Hilda.

 

Desde la infancia la contempló como un astro intocable. No era solo la soberana, era la encarnación de la pureza en un mundo helado, la llama que podía dar sentido a la eternidad de los hielos. Cada gesto suyo era plegaria, cada palabra era decreto, pero en el silencio más profundo, para Siegfried, cada mirada de Hilda era también un milagro. La obedecía como soldado, pero la amaba como hombre.

 

Y aquel amor, condenado desde su raíz, se volvió su fuerza y su herida. Jamás se atrevió a confesarlo, porque sabía que su deber era proteger, no poseer; luchar, no reclamar. Y sin embargo, cuando la vio caer bajo la maldición del Anillo de los Nibelungos, cuando la vio convertida en esclava de un poder oscuro que la corrompía, su corazón ardió con una furia mayor que la de todos los dioses. El dragón en su interior despertó, no por la gloria de Asgard, sino por salvar el alma de la mujer que amaba.

 

Cada golpe que dio, cada enemigo que enfrentó, fue un grito desesperado que decía en silencio: Hilda, aún en la oscuridad, yo estoy contigo.


Y cuando los Santos de Atenea llegaron a desafiarlo, Siegfried no luchó solo por honor, luchó porque en cada respiración de su reina estaba su razón de existir. Si debía morir, que fuese en nombre de ella. Si debía renacer, que fuese bajo la sombra de su mirada.

 

El dragón inmortal que había resistido todo, finalmente conoció su límite en el sacrificio. Entregó su vida, no por ambición ni por destino, sino porque el amor que jamás confesó lo hizo más grande que cualquier guerrero. Su sangre bañó los hielos de Asgard, pero en sus últimos latidos no hubo derrota: hubo gloria.

 

Porque Siegfried supo que amar en silencio, proteger sin esperar recompensa, y ofrendar el cuerpo entero por la sonrisa de la mujer amada, era la victoria más sublime que un guerrero podía alcanzar.

 

Y así, mientras los glaciares se teñían de rojo, el nombre de Siegfried no se apagó. El viento lo susurra aún entre las montañas: el guerrero que amó a su reina más allá del deber, más allá de la vida, más allá de los dioses.