Hay noches en que no puedo dormir,
me fabrico un mundo de maravillas
mientras mis monstruos me devoran por dentro.
Es un duelo constante,
pero también la única sensación real
que me ha acompañado estos tres años.
Me pregunto si lo que muestro al mundo
es solo un reflejo de la ayuda que recibo,
y si no muero,
es porque comienzo —apenas—
a amar la vida.
Recuerdo a mi abuelita,
en su fase terminal,
lágrimas en los ojos,
diciendo que quería vivir.
Ella ya no está.
Y tal vez ahora soy yo
el que llora,
el que grita en silencio:
quiero vivir.