David, coronado de luz y de fuego,
desciende al templo, santo festivo,
su cuerpo es ritmo, su alma es el juego
de un júbilo antiguo, puro, y altivo.
Las musas lo rodean, ebrias de canto,
sus túnicas giran como cometas.
Palomas blancas, en vuelo y encanto,
dibujan paz sobre las siluetas.
El pueblo lo aclama, vibra, respira,
como si el cielo bajara a la tierra.
David, con su danza, junto a la lira
y en su giro, la guerra se destierra.
Sus pies descalzos pisan la esperanza,
el vino sagrado arde en su mirada.
Cada giro es salmo, cada alabanza
una llama que nunca será apagada.
Las columnas tiemblan, el cielo ríe,
el templo se vuelve jardín sin muro.
David danza, y el alma se deslíe
en un éxtasis dulce, libre y puro.
Y cuando cesa el giro, queda el eco
de un rey que danzó con lo divino.
El pueblo, en silencio, guarda el hueco
donde danzó el amor, y el destino...
Annabeth Aparicio de León
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