Ella camina en penumbra,
con tacones de tristeza,
y en su piel arde la pieza
donde el silencio se alumbra.
No hay caricia que deslumbra,
sino pactos con el frío,
pero en su rincón baldío
se enciende un fuego callado,
un hombre, ya condenado,
le da ternura y desvío.
Él llega con voz cansada,
con el anillo en los dedos,
cargando culpas y miedos
que no redimen de nada.
Ella, herida y resignada,
le abre un mundo paralelo,
donde no existe el señuelo
ni la promesa de esposa,
sólo la carne nerviosa
que busca un cielo en el suelo.
Allí se aman sin testigos,
sin juramentos ni leyes,
pues saben que en otros ayeres
ya juraron sus castigos.
Los besos son enemigos
que arden sin justificación,
pero en la desolación
hallan ternura escondida,
y se juega en cada vida
la condena y la pasión.
Al partir, él se resigna
como un reo en penitencia,
ella guarda la conciencia
que otra vez nadie la digna.
Mas la memoria se arruina,
pues aunque sabe el precio,
cada encuentro fue un desprecio
a la fe que lo condena,
y aunque la noche es ajena,
se hizo su amor sin desprecio.