La quinta sinfonía de Beethoven
Ta-ta-ta-taaa…
Amo el tono fuerte,
lógico, inevitable,
de esas cuatro notas
que no piden consentimiento,
sino que irrumpen,
como el destino tocando a la puerta.
Ta-ta-ta-taaa…
Suben.
Bajan.
Insisten.
Como la angustia de un deseo no resuelto,
como un pulso que no halla reposo.
Y entonces —la música—
como un amante emergiendo desde la oscuridad,
sin rostro,
pero con manos de fuego,
acariciando cada sombra hasta convertirla en luz.
Oh, romance.
Oh, herida.
La melodía me toma,
me arrastra,
me deja desnuda
ante una verdad que ignoraba en mi pecho.
Cada movimiento es un viaje,
una caída,
un ascenso:
del abismo al susurro,
de la soledad al incendio.
Y al final,
una revelación.
Un relámpago mudo.
Una lágrima que no pide defensas.
Ta-ta-ta-taaa…
No fue solo música.
Fue un grito antiguo,
grabado en mis huesos,
que decía:
“Amar es resistir el silencio.”
Lo dijo Schopenhauer.
Lo intuyó Nietzsche.
Y en una sola respiración,
con su piel contra la mía:
lo siento yo.
No fue el oído el que escuchó.
Fue el hueso.
Fue la herida abierta que, por un instante, supo su forma.
La Quinta no sonó: se encarnó.
Y en ese instante, en esa vibración que no pidió permiso,
entendí que hay músicas que no vienen de afuera,
sino de un lugar antiguo —más adentro que el alma—
donde el amor, el dolor y la idea de destino
son la misma nota repetida.
Entonces, escribí.
No para explicarla,
sino para no olvidarla.