*A Elideth Abreu, una mujer comprometida en cuerpo y alma con la literatura,
El mar era un congreso interminable,
con olas gritonas levantando mociones,
y el viejo entraba allí
sin corbata ni promesas,
pero con la tozudez de quien nunca aprendió a rendirse.
—¡Pez descarado! —vociferó—
vienes a burlarte de mi caña como ministro en campaña.
El pez saltó, brillante como discurso vacío,
y respondió con un chapoteo solemne:
“¿No ves que soy tan inútil como tú,
nadando y nadando
solo para ser noticia en las bocas equivocadas?”
El viejo escupió al agua,
como quien firma decretos con saliva.
La barca chirriaba,
y parecía más bien una carreta de promesas rotas
que un navío de conquista.
Tres días y tres noches pelearon:
el pez con su silencio altivo,
el viejo con sus sermones dignos de sindicato.
Parecían dos presidentes discutiendo
sobre quién había inventado la palabra dignidad.
Al final,
cuando los tiburones se dieron el festín
como banqueros en hora feliz,
el viejo no lloró.
—Coman, coman —dijo—,
ustedes también son pueblo.
Y regresó con el esqueleto del pez,
un hueso monumental como acta de sesión fallida,
y todos en el puerto se rieron de él.
El viejo encendió su pipa, miró al cielo y musitó:
—Perder la carne es lo de menos;
lo importante es no perder la terquedad.
Y el mar, ese viejo parlamento,
le aplaudió con aplausos de espuma irónica,
como quien dice:
“Bien jugado, abuelo,
pero igual estabas condenado a insistir”.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025.