Parar los ojos,
en algo, en solo una
cosa en concreto, que
descansen en eso nada
más, que no estén saltan
do como mosca molesta
de una cosa en otra, de
un quehacer en otro sin
reposo, sin sentir que pene
tra en lo que hace en cada
instante, con una indolencia
nociva, programada, motiva
da por la prisa que la circuns
tancia, la moda, el qué se hace,
nos infunde dentro, y revelarse
ante el destino al que la corriente,
cual si fuera mortífera, nos avo
ca, me avoca —prefiero el singu
ar de la primera persona—
—pongo punto y apar
te porque me he perdido—.
Atender, acostumbrar a la mira
da a detenerse en el detalle, en el
recreo que la quietud instala bené
fica en el alma, en sumergirse sin
que el tiempo exista en su sintaxis,
en cada letra y cada semántica, sin
alarma que me saque de esa magia.
Crecer de lo que la mente puede,
su manera de ejercitarse para ser
mejor, más capaz, perspicaz, sagaz,
serena, sensata, reside en la atención,
en pararse en la cosa, no en el espigar
nervioso de una a otra, cuando ese i
rrecomendable ejercicio no supone
más que un desgaste en las visagras de
cada neurona, y no me otorga, o te otor
ga, el poder omnímodo, ubicuo, de estar
en distintos lados a la vez —eso no es po
sible a un cuerpo tan vulnerable como el
tuyo, el mío, el nuestro—.
Seguiré, sigo, seguí, esta senda no siendo
fácil, pero nada provechoso, decía mi ma
dre, es sencillo, está dado sin esfuerzo.