En la taberna oscura del alma doliente,
donde el ajenjo pinta la noche inclemente,
yo escupo sobre el yugo de bandos opuestos,
dos sombras que se agitan con gestos funestos.
No bebo del veneno rojizo y altanero,
que en nombre de la plebe levanta el vocifero.
Veo en sus barricadas, de sueños rotos llenas,
la hiel de la utopía, las falsas almenas.
Tampoco me embriaga el añejo licor
de un pasado que exhala rancio hedor.
Sus laureles marchitos, su orgullo de casta,
son polillas que roen la mortaja vasta.
Izquierda, espectro lívido de rabia insaciable,
derecha, sombra mustia de un tiempo invariable.
Dos fantasmas que danzan su danza macabra,
mientras la vida sangra su herida más labra.
Yo soy el vagabundo de sendas inciertas,
el que busca en la niebla las luces desiertas.
Ni el grito de la turba, ni el susurro ancestral,
me dictan la plegaria de un credo fatal.
Mi espíritu rebelde, cual cuervo sombrío,
picotea las máscaras de su falsoío.
Encuentro en cada bando la sombra y la luz,
la ponzoña y la savia que ofrece la cruz.
Así, ebrio de mi propia y sombría verdad,
me burlo del teatro de su rivalidad.
Soy la llaga que supura un pus indiferente,
un poeta maldito de ninguna vertiente.
Mi patria es el abismo, mi ley el desdén,
y mi única bandera, la burla y el spleen.
Que sigan sus batallas de barro y de heces,
yo bebo en mi silencio mis propias atroces.