Los prados donde el viento jugaba con su cabello se convirtieron en un teatro silencioso de emociones. La risa de Candy, pura y luminosa, parecía querer abarcar dos mundos que la llamaban por igual. Terry, con su fuego indomable y su corazón ardiente, era la tormenta que encendía sus sentidos, la pasión que la empujaba a sentir la vida en cada latido. Andy, sereno y firme, era la brisa que la sostenía, la calma que recogía su alma cuando el mundo parecía demasiado cruel.
Candy se encontraba suspendida entre la intensidad de Terry y la ternura de Andy, y su corazón se fragmentaba en cada decisión, como cristales de un arco iris que reflejan la luz y la sombra a la vez. Cada abrazo de Terry era un incendio, cada mirada de Andy un refugio; y en ese balance imposible, aprendió que el amor no siempre se mide en posesión, sino en la fuerza de lo que deja huella en el alma.
Los días transcurrían entre risas y lágrimas, y cada encuentro con ambos hombres era un poema no escrito, un suspiro que el viento se llevaba. Terry partió un día con su rebeldía intacta, dejando tras de sí un fuego que ardía en su memoria, una herida dulce que recordaba con cada puesta de sol. Andy permaneció, silencioso y paciente, ofreciendo su mano como puerto seguro, un hogar que no exigía, solo acogía.
Candy comprendió entonces que amar podía ser un acto de entrega y también de renuncia. Que su corazón podía sostener dos nombres, dos mundos, sin traicionar su esencia. La nostalgia no era tristeza, sino un eco luminoso de lo vivido, un recordatorio de que la pasión y la ternura pueden coexistir en un mismo corazón, y que algunas historias no se resuelven con finales, sino con aprendizajes y memorias que perduran.
Los prados, la lluvia, las cartas y las risas se entrelazaban en su mente como un tapiz de emociones, un triángulo imposible que el tiempo no podía borrar. Terry, fuego y libertad; Andy, calma y ternura; y Candy, corazón indomable, aprendiz de la vida y del amor, llevando en su pecho el legado de dos amores que la moldearon, la elevaron y la hicieron comprender que la verdadera magia no estaba en elegir, sino en sentir con profundidad.
Candy camina, sus pasos dibujan un mapa invisible de memorias, donde los nombres que ama arden como luces distantes, y el corazón, aunque dividido, late entero, aprendiendo que el amor verdadero no habita en la elección, sino en la intensidad del sentir.