¿Quién es? ¿A dónde se fue?
Dormía conmigo,
enredada en las sábanas de mis días más livianos.
Era la voz que reía antes que yo,
la piel que no sabía de límites
ni de cansancios.
Bailaba en mis ojos sin permiso,
y se deslizaba en mis pasos
como si el mundo fuera un escenario armado solo para ella.
Pero un día —no sé cuál—
se volvió esquiva.
Me hablaba menos.
Ya no me esperaba en la esquina del espejo.
Y una mañana,
se escurrió sin aviso:
huyó como el viento que va de prisa,
y no vuelve a mirar atrás.
Me dejó con una taza tibia
donde aún flotaba su perfume,
con los zapatos puestos
y una pregunta latiendo en el pecho:
¿Quién es? ¿A dónde se fue?
Busqué su sombra en mi voz,
en el pulso de mis manos,
en la forma en que la gente me miraba por la calle.
Pero no estaba.
En su lugar,
solo quedaban los rastros:
fotos donde el aire aún era inocente,
canciones que ya no bailan igual,
gestos que ahora me resultan ajenos.
La juventud —sí, ella—
esa criatura libre,
traviesa y salvaje,
se marchó con la ligereza
de quien nunca pensó quedarse.
Me amó sin promesa.
Y se fue sin disculpa.
Ahora lo sé:
no era su deber quedarse.
Vino a mostrarme
cómo se corre sin miedo,
cómo se ama sin cálculo,
cómo se pierde con gracia.
Y si alguna vez vuelve —aunque sea en sueño—
la invitaré a quedarse
solo un rato.
Para reír.
Y agradecerle
por haber sido.
—L.T.