La mujer de negro deambula desde que tengo memoria por las calles, como si el paso de los años fuera el testigo mudo del abandono que le ha tocado sufrir.
Las miradas pasan, las personas vienen y van, y ella permanece en el desamparo.
Siempre vestida de negro, como si enlutara en su caminar el recuerdo de una memoria que un día quiso enterrar.
La he visto en distintas direcciones,
pero siempre en el mismo camino
desde hace quince años:
donde la calle se volvió consuelo,
donde nunca nadie pidió por ella,
donde su familia la desterró viva
en un abandono que terminó siendo su casa constante.
Su salud mental dejó de ser vecina
para convertirse en enemiga cruel,
esa que le pasa factura, obligándola a pelear con el demonio invisible que se instaló en su mente.
Así pasan los días, donde la realidad se confunde con la rutina, con el bullicio, con la gente que parece indiferente ante su historia, esa que todavía arde en cada paso sobre el asfalto.
A veces la veo caminar por la acera, vestida de negro, pensativa, con la mirada distante, como si en su memoria aún brillara el eco de que un día su presencia tuvo un rostro con peso, de que su historia alguna vez tuvo voz.
Todo sigue su curso, pero ella… ella sigue ahí, inerte, como si esperara que la suerte algún día le sonriera de nuevo.
Los años pasan,
y sigue caminando en la sombra.
Se llama Milagros,
y todavía espera —como su nombre— espera el milagro: el de ser vista, reconocida, incluida,
el de tener un techo distinto al de la intemperie, el de volver a pertenecer.