Chico

Escribirnos

La niña me cerró los ojos,

abrió mis manos de prisa.

Mis dedos atraparon la libreta

de la noche estrellada,

pinceladas como estampas que respiran.

 

Con su voz sedosa me pidió:

“Nunca dejes de escribir”.

 

Yo no quería escribir:

mi deseo era amarla.

Y ella seguía ahí,

erguida como conga,

mirándome con las manos en la cintura.

 

El piano caía en la corchea,

del banquillo colgaba un niño

sosteniendo el barco destinado a hundirse.

 

La puerta del amor se cerraba

entre aislantes de ruido,

mientras un submarino flotaba

sobre un tapete erizado

por aquel ventilador.

 

La dama de uñas carmín,

celosa guardiana del deseo,

no supo detenerme.

 

Y entonces —

sin más, sin huida —

las letras prendieron nuestras manos.

La carne descifró la mente,

y el deseo se abrió

como un cuaderno de vírgenes páginas.

En un verbo: escribirnos.