Solo un eco mineral se arrastra por mis huesos, tallando en mí lo que nunca se atrevió a ser dicho.
La vida fue un espejismo que se pudrió demasiado pronto. Lo entendí tarde: no nacemos para vivir, sino para desmoronarnos con cierta elegancia o con la furia de quien no acepta su destino.
El alma no es más que un vidrio agrietado donde la muerte se contempla a sí misma.
Cada palabra que dejo aquí es un clavo hundiéndose más profundo. No es lamento, es testamento de ruina.
Un manifiesto proclama: la belleza no está en la flor, sino en la ceniza que permanece. He buscado una raíz intacta en mí y hallé solo polvo.
He buscado un sentido y hallé un abismo con mi propio rostro. El hombre inventó dioses para no mirar dentro de ese vacío, pero yo ya no cierro los ojos: he decidido habitar la grieta.
No hay regreso, no hay absolución. El dolor es la única forma de eternidad.
Todo lo demás, la fe, el amor, la esperanza, son disfraces que se pudren al primer roce con la noche.
Quien lea estas líneas no me leerá a mí, sino a su propia sombra. Este texto es un espejo maldito: refleja el temblor que cada ser oculta bajo la piel, ese temblor que ningún lenguaje puede redimir.
No cierro la carta. El final no existe. El final es solo otro nombre para la repetición.
Y yo me repito, me repito en la oscuridad, hasta que el silencio pronuncie mi nombre.