Nos parió la tierra con perfume de savia,
nos acunó en sus raíces, nos cubrió de frutos,
nos enseñó el lenguaje del agua y del viento.
Respondimos a su generoso amor, con hachas.
Le arrancamos los pulmones
para edificar el vacío
y la putrefacción de las miradas.
Sus venas cual ríos sagrados
se han teñido de aceite y de olvido.
Sus colinas frondosas son ahora lápidas
bajo el oscuro asfalto.
Sus aves emigran sin rumbo,
sus bestias mueren sin nombre,
y el silencio se extiende cual luto invisible
que a todos nos aplasta.
Seguimos cavando su piel como si no doliera,
como si no sangrara.
Nuestra especie ciega y arrogante
confunde el significado de trascendencia y conquista.
¿Quién nos enseñó que vivir era poseer?
¿En qué momento rompimos el pacto de la sombra,
la lección del árbol,
el canto de la lluvia?
Hoy, el desierto se cierne donde había esperanza.
La flor que mañana podría salvarnos
se marchita.
Polvo y ceniza, aún late.
Aún gime y espera.
Su paciencia es un tambor antiguo
que resiste dentro del musgo,
en el lomo del jaguar,
en el último resplandor de los glaciares.
Madre tierra,
no merecemos tus frutos,
pero aún podemos
trabajar por restaurarte.