Por otra parte, se dio más veracidad a la teoría de que mi caso era la confirmación de la degeneración de la especie por causa de la eugenesia (postulado tan en boga por esos tiempos). Y mientras se esperaba la llegada de una horda de «engendros» — con tal fugacidad pasé de ser «criatura» a ser «engendro»— el temor llegó a ser tal que toda fémina se abstuvo de cederse al marido ni a cualquier otro hombre, contabilizándose el índice de natalidad en el mundo ilustrado muy por debajo de lo que se comparó en antecedentes con la era prehistórica. Las clínicas abortivas hicieron horas extra para evitar la catástrofe por un módico lucro.
Recuerdo ese período como muy ajetreado. Se buscaba a toda costa una solución científica; un antídoto; y a falta de otros «engendros» verificados —una pareja de hermanas que compartían cráneo y otros bebés con malformaciones de diversa índole me hicieron compañía durante breves temporadas—, pues me sometían a toda clase de análisis y experimentos. A la vez, por supuesto, era objeto de exhibición pública en ruedas de prensa o ponencias académicas adonde me trasladaban desde el laboratorio dentro de un transportín para mascotas debidamente acolchado y adecuado a mis distintos tamaños.
Porque esa era otra: el tiempo transcurría y entretanto yo con él. En cualquier caso, tras una gráfica presentación como el «engendro neonato», abrían la puerta del cajón y acontecía mi aparición por aquel estrecho hueco —estrecho a conciencia, dado que el sensacionalismo formaba parte del espectáculo—. Apenas había asomado hasta la cintura, los murmullos y exclamaciones en la sala eran proporcionalmente impresionados.
La teoría en cuestión postulaba que el feto anómalo permanecería en estado de gestación quince meses o más, con lo que corría peligro la vida de «la huésped»; pero el «engendro» ya tendría fuerzas suficientes para escapar del útero por sus propios medios y, además, vista la temprana formación dental — y en ese momento del discurso separaban mis labios con un mecanismo al efecto girando mi cabeza a un lado y a otro para mostrar a la audiencia una dentadura en condiciones—, sería capaz de sobrevivir devorando el cadáver de su progenitora; posteriormente, vegetación, insectos o roedores y todo lo comestible a su alcance, hasta convertirse en un predador sumamente eficaz. Y en vista del género asexuado del espécimen —como muestra, yo; está claro— ésa sería la última generación humana: el fin de la especie.
De cualquier manera, como el impulso de procreación fue más perentorio que la más férrea de las prohibiciones, en los territorios rurales profundos donde las predicciones cientificistas llegaban por boca del luminaticado en versión del advenimiento de la malignidad, anunciación de las que por una u otra causa ya estaban prevenidos —diríase que eran reacios a las profecías de los lumináticos sobre plagas y cataclismos por inmunidad hereditaria—, pues, por lo visto, se tomaron con jugo de piedra las advertencias y continuaron en su cotidianidad: ellos germinando y ellas concibiendo; lozanos y definidos.
En consecuencia, las poblaciones cercanas tardaron poco en seguir el ejemplo con satisfactorios resultados, por lo que la cientificidad —que recibía cuantiosas donaciones, bien fuera por salvar a la humanidad o por acabar con la abstinencia— hubo de salir al paso argumentando que en ciertas culturas aisladas existe una consanguinidad entre los individuos. Por esto no era igual el riesgo para los ruralitas —que practicaban una estrecha endogamia— que para los urbanitas. A la sazón, se les señaló a éstos como únicos responsables de la inminente catástrofe. Sobre ellos: los civilizados ciudadanos de los núcleos urbanos del mundo ilustrado, recaía toda la responsabilidad por haber cruzado lazos y otras secreciones con razas impuras.
Ahora bien…
(continuará)