Me despierto en el eco de mi propio cuerpo, la carne doblándose sobre sí misma como papel que arde.
El aire huele a hierro viejo y a memoria quemada, y una risa que no es mía mastica mis nombres, y los escupe en la boca como ceniza.
Las manos se me tuercen, como ramas secas, sin atreverme a rozar el aire.
Los pies me hunden en una boca de tierra, un hambre oscura que mastica mis huesos.
Y en la pared, ojos que no son los míos me miran con el frío de la tumba, ávidos de una memoria que ya no tengo.
Intento gritar y la voz se astilla en la garganta, un hilo de vidrio que no corta el silencio.
Me miro y me disuelvo en mí mismo, efímero, invisible, un eco que el mundo ya no recuerda.
Y aun así, alguien espera que descubra el secreto que me destruye desde adentro, una verdad que se esconde en el horror y la nada.