LABERINTO DEL PENSADOR —CONTINUACIÓN 2nd PARTE
Al principio de la relación amorosa entre él y Doña Azucena —dama hermosísima— todo marchaba como lo requería la etiqueta de los tiempos. Intercambiaban miradas tímidas y misteriosas, sonrisitas nerviosas, roces suaves, toques de manos con guantes de fina confección, diseñados para acomodar y proteger cada dedo, y así evitar el contacto directo con la piel.
El pensador era algo tímido en cuestiones del amor. Nunca le había prestado tiempo a semejante sentimiento, pues su mente estaba casada con la ciencia. Como resultado, le faltaba experiencia en lo que llamamos el arte de la conquista. Lo contrario a Doña Azucena Fresca de los Hidalgos, quien, por su ardiente temperamento, ya había estado casada tres veces y, en el proceso de cambiar de maridos, aprendió que no era necesario prescindir de formalidades para satisfacer sus más íntimos deseos carnales.
En el diario que había comenzado a escribir —y que mantenía escondido debajo de su colchón—, Doña Azucena tenía registrados 365 amantes, todos ellos en menos de un año. Lo que indica, pues, que en algunas ocasiones se sirvió la bandeja con “good stuff” (manjares favoritos) varias veces el mismo día…
El pensador, recostado bajo el árbol de manzanas que tanta fama le trajo —por haber sido allí donde le llegó la conclusión instintiva de la mecánica clásica—, recordó la primera vez que él y Doña Azucena hicieron el amor. Eran incontables veces para ella; la primera vez para él.
Fue bajo un árbol, pero no el de manzanas, sino otro que no tiene importancia describir en este relato. Pero sí es necesario mencionar —para diversión del lector— que, para llegar a la residencia señorial ubicada en el campo, donde se encontraba dicho árbol, le costó mucho trabajo y esfuerzo físico. Por desgracia, al caballo que arrastraba el carruaje donde él viajaba se le dobló una pata, a la carreta se le cayó una rueda, y al cochero le dio un infarto y se murió al instante.
También ese día, para colmo, se convertiría en un imbécil por causa del amor y, de manera imprevista, perdería la virginidad.
El pensador, después de tantísimos contratiempos y de haber caminado casi dos leguas bajo un sol que parecía empeñado en cocerle las ideas, llegó finalmente a la casa de Doña Azucena. Estaba cansado, desgreñado, sudado, apestoso y casi deshidratado. También estaba algo triste, aunque no sabía bien si era por el cochero —a quien tan inesperadamente se le escurrió la vida como agua clara entre los dedos del destino—, o por no haber podido hacer nada más que quedarse allí, parado, mirando con impotencia cómo el tiempo se deshacía frente a sus ojos.
Ni siquiera pudo aliviar al pobre caballo, que quedó cojeando y adolorido, con la mirada baja y el aliento agitado, como si también él cargara el peso del día y de la tragedia.
Tampoco había podido disfrutar del paisaje del campo, ni del perfume silvestre que bailaba entre los árboles, ni de las flores que, en un impulso romántico, había arrancado del camino. Ahora las traía en la mano, marchitas, como una ofrenda vencida. Pétalos ajados, doblegados por el sol, por el camino, por el olvido... igual que él.
Cada paso en dirección a la residencia de Azucena había sido una mezcla de tortura y anhelo.
Había cruzado praderas, sorteado barro, burlado a un perro rabioso, y hasta sufrido una caída poco elegante sobre un matorral espinoso. Sin embargo, ni los calambres, ni las ampollas, ni el polvo en la garganta lograron disminuir el latido que retumbaba dentro de su pecho.
Iba al encuentro de ella. Y eso bastaba.
Doña Azucena Fresca de los Hidalgos lo estaba esperando con hospitalidad amplia, preparada para el banquete de dichas que tendría con él. En el menú del día no estaba incluida la cena ni las bebidas tampoco; solo ella. Los preliminares no eran necesarios. Ya se había prestado bastante para las sonrisitas y las timideces. La paciencia —pensaba— era virtud ajena; ella no era la clase de mujer que creía en perder el tiempo. Tenía la reputación de ser fácil para las conquistas, y le enorgullecía ese título, del cual se sentía bien merecedora.
Para el especial encuentro amoroso, Doña Azucena recibió al pensador vestida con una bata blanca, fina y transparente, sin nada debajo de ésta; lista para hacer el amor. Él, al verla, quedó boquiabierto y no pudo articular ni una sola palabra. Por un momento —o quién sabe si por más de dos— dejó de pensar. Fijó la mirada en el cuerpo bien cultivado y la figura despampanante que tenía delante, y quedó hipnotizado.
—¡Cariño! —exclamó ella en tono juguetón, animada y con gesto seductor—.
—¡Qué guapo estás! —Y al instante lo abrazó por la nuca, lo atrajo hacia sí y le plantó un inesperado beso en los labios que lo dejó tambaleando, como si le hubieran sacudido los pensamientos de golpe.
—Sígueme, porque tengo mucho que enseñarte.
El pensador apenas pudo asentir con la cabeza. Aún sentía el sabor del beso como un estallido químico en la boca, y su equilibrio emocional pendía de un hilo más fino que su razonamiento lógico. Ella giró con gracia, y él la siguió sin cuestionar, como un aprendiz encantado frente a su maestra de ciencias… ocultas.
Avanzaron por unos largos pasillos. Ella, coqueta y provocadora, dirigía el camino removiendo las estupendas caderas en forma exagerada, hasta que llegaron frente a una ancha puerta que se abría a un enorme patio, agraciado con bellas plantas y flores, donde al pensador lo esperaban las maravillas.
Doña Azucena, al sentirse al aire libre, se lanzó a correr con gracia provocadora y él hizo lo mismo, siguiéndola con dificultad por tanto ajetreo y babeándose como un pendejo sin remisión.
El viento, que ese día estaba imprudente y caprichoso, soplaba incansablemente, agasajando a su vez el cuerpo de la mujer y, de cuando en cuando, le levantaba la bata, revelándole al pensador el esplendoroso trasero. Parecía como si se hubieran puesto de acuerdo —él y Doña Azucena— para arrebatar al pensador más de la cuenta.
Azucenita —nombre que más adelante habría de susurrarle al oído el pensador—, al llegar junto al árbol donde habría de ejecutar sus maniobras atrevidas de amante experta, se volteó de súbito y, de un empujón, tiró al pensador al suelo. El pobre cayó de espaldas sobre la hierba, patas para arriba, y ella, Doña Azucena Fresca, sin ningún remilgo, se rellenó a su lado y, en un santiamén, le abrió la bragueta…