El cielo se ha teñido de ceniza
y el viento arrastra un hálito infernal.
Sobre un ecosistema que agoniza,
las llamas nunca encuentran el final.
Los bosques buscan entre los senderos
escapatoria al firme resplandor,
y permanecen, donde no hay jilgueros,
rescoldos de un trinar desolador.
Del humo que estrangula a la floresta,
tan solo se libera la raíz:
recordatorio sepultado en esta
desgracia de imborrable cicatriz.
Cargado de castaños milenarios,
avanza el crematorio en expansión.
Si ayer los valles negros eran varios,
asciende ya el desastre hasta el millón.
El pueblo, con su plaza ya vacía,
aguarda despoblado la señal
de un fuego que se rinda a la agonía
y lo devuelva a su ámbito vital.
Los campos que mimaron los abuelos
se mueren bajo un manto abrasador:
su esfuerzo, calcinándose por suelos
curtidos por la sangre y el sudor.
Los últimos reductos naturales
de España van cubriéndose de hollín
al ritmo que las llamas fantasmales
devoran en su crítico festín.
Que España no se apague entre las brasas
ni caiga su paisaje en extinción.
Que quemen los pirómanos sus casas
y prendan en su propia destrucción.