Luz de Madrugada
En Lendria creció Rodrigo,
príncipe de gran pujanza;
su voz mandaba en el reino,
su ley brillaba en la plaza.
No amaba más que la espada,
ni alzó plegaria en su estancia;
creía el amor un juego
de almas frágiles, sin lanza.
Mas vino la cruel guerra,
y el reino perdió su calma;
del Este soplaba un viento
con olor a sangre y alma.
Regresó con paso firme,
la corona bien calzada;
mas en sus manos quedaba
el hielo de la jornada.
Fue entonces que vio a Aurora,
su esposa, luz venerada,
con su hijo entre los brazos,
temblando por su tardanza.
La nieve caía en torno,
como velo sobre la danza;
sus ojos, dos mares llenos,
su voz, cristal que avanza.
Cayó el orgullo a sus pies,
calló su voz altanada;
en su pecho un fuego nuevo
brotó con llama alada.
—Aurora, mi luna clara,
mi aurora, mi madrugada,
mi reino es solo tu abrazo,
mi trono, tu dulce mirada—.
Desde aquel día Rodrigo
no quiso más la venganza;
veló por paz en su pueblo
y por risa en su casa.
Si un día le llega muerte
en noche cruel y cerrada,
será su gloria postrera:
morir entre tu luz sagrada.